¿Quién soy yo para darte lo que no poseo, para ofrecerte un amor que no ha logrado encenderme todavía?
Yo he llorado también, Dios mío, y mi soledad es ancha y profunda, tan ancha que mis ojos no saben dónde está la otra orilla, la ribera donde huye el desamparo, donde hay sombras amigas y un agua fresca, pura, que con un sorbo apagaría esta sed que me quema.
Pero no vengo tampoco a pedirte que me sacies y apacigües.
Es justo que muera de sed, es justo que una inquietud
más honda que la noche torture mi alma...
Es justo. Lo sabemos Tú y yo sin decirlo...
No vengo a suplicarte que levantes el peso
que lastima mis hombros,
ni que hagas florecer bajo mis pies las rocas...
Vengo a estar a tus pies, a mirarte despacio, a ser bajo tus ojos...
Y me postro a la entrada del camino que lleva hacia Ti.
Y espero silenciosamente, obstinadamente, sujetando
mis sentidos y mis potencias
para que todo lo mío desaparezca...
Y por eso, Dios mío, quiero negarme con todas
mis fuerzas
a hablarte, a sentirte,
porque sería sentirme y hablarme, cuando todo lo mío
debe tender a humillarse, a romperse,
a quebrantar sin miedo en mi alma
y en mi espíritu lo propio,
lo personal, lo que me aleja de Ti.
Y si tengo paciencia obrarás el milagro. Si consigo
no resistir, no oponerme, no luchar,
obtendré la victoria.
Vencerás Tú, Señor y Dios mío. Permanecerás Tú
y mi viejo ser, devorado por tu presencia,
pasará de esta nada que soy a esa eternidad que eres Tú.
Soy un agua sin cauce. Detenme en tu pozo.
Cíñeme en tus lisas paredes, contenme en Ti.
¿Para qué quiero esta libertad que me aleja de Ti,
que eres la libertad verdadera?
Todos los yugos que he roto me han sujetado
más estrechamente a mi misma
haciéndome mi propia esclava.
POr eso heme aquí en tierra, inmóvil.
En un intento de donación completa y absoluta.
Acéptame, Señor, quémame
para que renazca verdaderamente
y eternamente en Ti...
Ernestina de Champourcin
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