Veo la Iglesia abierta.
Tengo que entrar.
Madre de Jesucristo,
no vengo a rezar.
No tengo nada que ofrecerte
ni nada que rogarte.
Sólo he venido, Madre, para mirarte.
Mirarte, llorar de alegría,
saber así:
que yo soy tu hijo,
y que Tú estás aquí.
Sólo por un momento,
mientras se para el aire.
¡Mediodía!
Estar contigo, María,
Allí donde Tú estés.
No decir nada, mirar tu semblante.
Dejar que el corazón cante
con su propio lenguaje.
No decir nada. Solamente cantar
porque tenemos el corazón tan lleno,
como el mirlo que sigue sus anhelos en súbitos gorjeos.
Porque eres hermosa,
porque eres Inmaculada,
la mujer en la Gracia por fin restituida.
La criatura en su honor primero
y en su desvelamiento final,
tal como salió de Dios la mañana de su esplendor original.
Inefablemente intacta
porque tú eres la Madre de Jesucristo,
que es la Verdad en tus brazos,
y la única esperanza, y el fruto único.
Porque eres la mujer,
el Edén de la antigua ternura olvidada,
donde la mirada encuentra de golpe el corazón
y hace saltar las lágrimas en él acumuladas.
Porque es Mediodía,
porque estamos en el día de hoy.
Porque estás aquí para siempre.
Simplemente porque eres María.
Por existir, sencillamente,
Madre de Cristo, te doy las gracias
La Virgen a Mediodía, de Paul Claudel
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