16 feb 2012

La oración de María sostiene nuestra oración

Padre Pablo Domínguez
de su libro Hasta la cumbre


La vida entera de María es un hermoso ejemplo de entrega a la Voluntad divina. Todo en su persona irradia la felicidad que nace de la aceptación confiada a los designios del Señor. Ella es la bienaventurada, la llena de Gracia. Ella es la mujer plena, la mujer forjada en la perfección de su "‘sí’  a los planes del Creador.
La joven que Dios ha elegido para que sea verdadera madre del Hijo que se va a Encarnar es la prueba cierta, evidente, de que las grandes obras del Altísimo se hacen en el silencio del corazón y en la discreción del alma.
La acogida de María al plan salvífico de Dios no tiene reservas: es absoluta y definitiva, es para siempre. La ancilla Domini, la esclava del Señor, es manifestación gloriosa de la fuerza del Espíritu que santifica y glorifica la acción salvadora para con el hombre.
Por eso, la vida de la Virgen es una expresión acabada de oración, porque sus días y sus horas son una alabanza permanente, una honda acción de gracias al Señor.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”.
Es en el corazón de María donde se actualiza, día a día y hora a hora, el misterio de la fe sin dudas, de la esperanza sin desconfianza, del amor que no defrauda.
Ella “conservaba todas estas cosas en su corazón”, nos cuenta el evangelista san Lucas (Lc. 2, 41-51) para enseñarnos cómo el camino de María debe ser, en definitiva, el camino de cada cristiano.
De María, así, con sencillez y sin alharacas, aprendemos que la oración es, primariamente, acción de gracias al Señor. La oración de cada uno de nosotros ha de constituirse, antes que nada, en alabanza y agradecimiento. La mirada de la fe sobre toda la realidad cotidiana tiene que fijarse, como lo hacía nuestra Madre, en el don inmenso de sabernos hijos de Dios. De este modo, las pruebas o sufrimientos, las contrariedades o nuestra propia debilidad, se iluminan con la certeza de que estamos llamados desde nuestro bautismo a una vida que trasciende el tiempo concreto de nuestro peregrinar por la tierra.
En este tiempo pascual nacido de la noche santa de la Resurrección de Cristo, María es, si cabe, la figura más atrayente del relato de los Hechos de los Apóstoles. Ha sufrido el dolor de la pérdida del Hijo, pero se ha alegrado con su triunfo sobre la muerte y ahora, con los apóstoles, aguarda la llegada del Espíritu que va a animar la vida de la Iglesia naciente.
“Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús” (Hechos, 1, 14). Aquí, la oración es ya de súplica para impetrar la protección del Altísimo sobre la misión evangélica que la Iglesia ha recibido de manos de Cristo.
María es, de este modo, la Madre que escucha las peticiones de sus hijos y las transmite al Hijo que ha ascendido a los cielos. ¡Qué fuerza tiene esta oración que, de manos de María, llega a quien está sentado a la derecha de Dios Padre!
La tradición del pueblo cristiano siempre ha tenido claro que dirigirse en oración a María es algo así como “orar dos veces”. Ella acoge maternalmente toda súplica e intercede, como Madre, ante su Hijo; Ella nos enseña a orar con confianza y no deja de escuchar ninguna de nuestras peticiones. ¡Qué enorme alegría sabernos hijos de esta Madre que ama con el amor del mismo Cristo!
El Concilio Vaticano II nos ha recordado que Ella, María, la Virgen Madre de Dios y Madre nuestra, “con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (Lumen Gentium, nº 62).
Por eso, la oración de María es como el regalo que nos garantiza el valor de nuestra propia oración.
A Jesús, siempre por María.

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