Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé.
Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera,
y fuera te buscaba yo.
Como una bestia, me arrojaba sobre esas cosas bellas que Tú creaste.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Me mantenían lejos de Ti aquellas cosas que, si no estuviesen sostenidas por Ti, no existirían.
Me llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera;
exhalaste tu espíritu, y aspiré su perfume y te deseé;
te saboreé y ahora tengo hambre y sed de Ti;
me tocaste y me abrasé en el deseo de tu paz.
Cuando me haya unido a Ti con todo mi corazón,
ya no habrá más dolor ni más penas para mí,
mi vida estará viva, toda llena de Dios.
Ahora, si todavía soy una carga para mí mismo,
es porque no estoy lleno de Dios,
pues el que está lleno de Dios se eleva.
Mis alegrías pasadas, por las que lloro,
pelean contra lo que es ahora mi alegría, aunque me haga llorar,
y no sé de qué parte está la victoria;
pelean mis malas tristezas contra mis buenas alegrías,
y no sé de qué parte estará la victoria,
¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí!
Yo no escondo mis llagas.
Tú eres el médico, yo soy el enfermo;
Tú misericordioso, y yo soy miserable…
Toda mi esperanza está en tu gran misericordia.
¡Danos lo que mandas y manda lo que quieras!
Oh, Amor que siempre ardes y nunca te consumes,
oh Amor, oh Dios mío, inflámame!
San Agustín, Confesiones, X, 27-29.
Nos hiciste, Señor, para ti,
y nuestro corazón estará inquieto
hasta que descanse en ti.
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