1 abr 2012

Jesús llora ante Jerusalem


El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró.
Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.
Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: "¡Ay si conocieras por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos". Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.

En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida!
«El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)».
La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Pero el misterio profundo de la libertad humana supone la triste posibilidad de rechazar la gracia divina.
¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?
Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.
«¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos»
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.
María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.

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