5 abr 2012

Jueves Santo: Jesús se queda para siempre en la Eucaristía


La Última Cena comienza a la puesta del sol. Jesús recita los salmos con voz firme y con un particular acento. San Juan nos ha transmitido que Jesús deseó ardientemente comer esta cena con sus discípulos.
En aquellas horas sucedieron cosas singulares que los Evangelios nos han dejado consignadas: la rivalidad entre los Apóstoles, que comenzaron a discutir quién sería el mayor; el ejemplo sorprendente de humildad y de servicio al realizar Jesús el oficio reservado al ínfimo de los siervos: se puso a lavarles los pies; Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus discípulos: Hijitos míos..., llega a decirles. «El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdo, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte».

Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin.
Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato asiduo con Él, en el amor a la Iglesia, en los actos de desagravio y de reparación, en la caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada Comunión, en nuestro afán de corredimir con Él, en el hambre y sed de justicia...
Y ahora, mientras estaban comiendo, muy probablemente al final, Jesús toma esa actitud trascendente y a la vez sencilla que los Apóstoles conocen bien, guarda silencio unos momentos y realiza la institución de la Eucaristía.
El Señor anticipa de forma sacramental –«mi Cuerpo entregado, mi Sangre derramada»– el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario. Hasta ahora la Alianza de Dios con su pueblo estaba representada en el cordero pascual sacrificado en el altar de los holocaustos, en el banquete de toda la familia en la cena pascual. Ahora, el Cordero inmolado es el mismo Cristo6: Esta es la nueva alianza en mi Sangre... El Cuerpo de Cristo es el nuevo banquete que congrega a todos los hermanos: Tomad y comed...
El Señor anticipó sacramentalmente en el Cenáculo lo que al día siguiente realizaría en la cumbre del Calvario: la inmolación y ofrenda de Sí mismo –Cuerpo y Sangre– al Padre, como Cordero sacrificado que inaugura la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres, y que redime a todos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.

Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo. A las puertas de su Pasión y Muerte, ordenó las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo. Porque Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía. Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor venga, instituye el sacerdocio ministerial.

Jesús se queda con nosotros para siempre en la Sagrada Eucaristía, con una presencia real, verdadera y sustancial. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el Sagrario. En aquella noche los discípulos gozaron de la presencia sensible de Jesús, que se entregaba a ellos y a todos los hombres. También nosotros, esta tarde, cuando vayamos a adorarle públicamente en el Monumento, nos encontraremos de nuevo con Él; nos ve y nos reconoce. Podemos hablarle como hacían los Apóstoles y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa, y darle gracias por estar con nosotros, y acompañarle recordando su entrega amorosa. Siempre nos espera Jesús en el Sagrario.

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