8 mar 2012

Los caminos del silencio interior

Lo que nosotros podemos y tenemos que hacer es: abrirnos a la gracia. Esto significa renunciar totalmente a nuestra propia voluntad, para entregarnos totalmente a la voluntad divina, poniendo nuestra alma, dispuesta a recibirle y dejarse modelar por El, en las manos de Dios.
Este es el contexto primario que nos permite vaciarnos de nosotros mismos y alcanzar un estado de paz interior. Nuestra interioridad se ve colmada por propia naturaleza de muy diversas maneras hasta tal punto, que una cosa empuja a la otra y todas ellas mantienen el alma en un movimiento constante; a menudo incluso en conflicto y perturbación
.
Las obligaciones y preocupaciones del día se acumulan en nuestro entorno en el momento mismo de despertarnos por la mañana, si es que no interrumpieron ya la tranquilidad de la noche.

En ese momento se plantean ya cuestiones tan incómodas como estas: ¿Cómo puedo sobrellevar tantas cosas en un solo día? ¿Cuándo podré hacer esto o aquello? ¿Cómo puedo solucionar tal o cual problema? Parece que quisiéramos lanzarnos agitadamente o precipitarnos sobre los acontecimientos del día, para poder tomar las riendas en las manos y decir: ¡Hecho!
Pero realmente importante es no dejarse turbar en ese momento: Mi primera hora en la mañana le pertenece al Señor. Hoy quiero ocuparme de las obras que el Señor quiere encomendarme y El me dará la fuerza para realizarlas. De esa manera quiero subir al altar del Señor.
Aquí no está en juego mi propia persona o mis cuestiones personales, pequeñas y sin importancia, aquí se trata de la gran ofrenda expiatoria. Yo puedo participar de ella para purificarme y llenarme de alegría y para ofrecerme en el altar con todas mis obras y mis sufrimientos. Y cuando recibo luego al Señor en la comunión puedo preguntarle: Señor ¿qué quieres de mí? En ese momento me decido a realizar aquello que, después de un diálogo silencioso con Dios, considero que es mi próxima empresa. Una profunda paz inundará mi corazón, y mi alma se vaciará de todo aquello que pretendía perturbarla y sobrecargarla, si comienzo con mis tareas cotidianas después de la celebración matinal de la eucaristía; y, a la vez, será ella colmada de santa alegría, de valentía y de fortaleza. Sus horizontes se agrandan y amplían, porque ella salió de sí misma para entrar en la vida divina. El amor arde en ella como una llama suave que ha encendido el Señor y la incita a expresar ese amor y a transmitirlo a los otros. “Enciéndase en fuego el amor, suba el ardor al prójimo”. Y con toda claridad contempla ella el próximo pedacito de camino que tiene por delante; ella no puede ver muy lejos, pero sabe que cuando haya alcanzado el punto que ahora limita el horizonte, se le abrirá un panorama totalmente nuevo.
Y ahora comienza el día de trabajo...
Cada uno debe conocerse a sí mismo o aprender a conocerse para saber dónde y cómo puede encontrar paz.
Lo mejor, si es posible, es desahogarse un momento frente al tabernáculo y volcar allí todas nuestras preocupaciones. Quien no pueda hacerlo, porque quizá necesita un poco de serenidad física, puede tomarse un respiro en la propia habitación. Y si esa tranquilidad exterior no fuera de ninguna manera posible, si no se tiene ningún lugar en el que uno pueda retirarse un momento y si las obligaciones apremiantes nos privan de una hora de tranquilidad, entonces deberíamos por lo menos por un momento cerrarnos a todas las otras preocupaciones para poder remontarnos al Señor. El está siempre allí presente y puede darnos en un instante todo lo que necesitamos.

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